
Si alguna conclusión saca el ignorante de la famosa cita del noble pensador francés “cogito, ergo sum” (el endémizado hasta la inevitable saciedad pienso luego existo) es la de que el filósofo creó un silogismo innegable, una verdad absoluta. Grave falacia. Jamás tuvo intención de crear tal silogismo, mas la vagueza del lenguaje natural, con su imprecisión, no lleva sino a así entenderlo; si pienso luego existo, bebo luego existo. Con cada acción existo, ya que ninguna acción es menos verdadera que la de pensar, puesto que de otra forma, el hombre existiría, ¿pero existiría el animal?. Así pues, el filósofo no buscaba un silogismo empírico y absoluto.
Ahora bien, mi cometido actual no es el de otorgar una clase filosófica del pensador citado, sino más bien, a raíz de lo anterior, razonar sobre la verdad, sobre lo empíricamente demostrable, sobre lo incondicional e innegablemente absoluto y cierto.
Mi raciocinio, tal como advierto, me ha llevado a pensar que ésta, efectivamente, existe. Y existe porque en esta vida nada es relativo. Existe la verdad ideológica como tantas verdades existen, y se trata de algo, hasta el momento, innegable (pese a que no queremos basarnos en el hecho de que, por ser indemostrable, sea ya verdadero).
El relativismo (esto es, la idea de que nada es verdadero, ninguna opinión es cierta, sino que todas las opiniones son válidas, todo es lícito en tanto que formulado, lo que implica que nada es bueno o malo, sino según como se mire) ya en época presocrática, allá por el siglo V a.C., terminó por minar la democracia ateniense. Contra este relativismo demoledor, flexible, reaccionó el pensamiento socrático y platónico, en busca –ya en aquellos tiempos- de la verdad absoluta. Platón afirmaba que ésta podía ser conocida –desde un punto de vista político-, sin embargo, el hecho de que pueda conocerse o no es cuestión diferente, centrándonos en el caso a la coyuntura simple de que exista.
Efectivamente, desde mi humilde opinión, la verdad existe. Y ésta surge a partir del famoso principio de causalidad –esto es, una cosa lleva a la otra, el comer lleva a abrir necesariamente la boca- y así, el propio hombre evoluciona históricamente, y una acción lleva a otra, y cada una de ellas supone progreso o evolución –o reacción, pero a largo plazo siempre evolución-. A partir de este principio, cualquier niño podría afirmar que la perfección, la realización última de la sociedad –surgida a partir de la equivocación histórica, de la caída social del hombre- se identifica con la verdad política. Allí donde la perfección ha llegado, donde no cabe crítica alguna -porque ya se han dado y rectificado todas las posibles hasta última instancia-, está la perfección ideológica.
Así, esa perfección sólo es alcanzable mediante el paso natural del tiempo, mediante la autoformación, ya que su imposición no es posible, en tanto que no conocemos esa verdad (sólo conociendo el camino puedes llegar al fin pero, si de hecho, no conoces el fin, será imposible encontrar tan sólo el camino, que no es sino un absoluto desconocido).
Así pues, en síntesis, la afirmación idónea sería la de que el hombre no es conocedor de la verdad, y no puede serlo hasta su culminación social, si bien ésta verdad existe.
A partir de esta premisa que solidifica la necesidad de aportar a la sociedad actos progresistas que aceleren o lleven a su paso necesario a esa perfección última, el hombre es el encargado de contribuir ideológicamente a esa perfección, es decir, no puede pensar lo verdadero, pero extiende su propio pensamiento –que cree como verdadero- y contribuye indirectamente al enriquecimiento y discriminación que contribuye a la perfección.
Así surgen históricamente las diferentes ideologías –liberalismo, socialismo, fascismo,libertarismo y un largo etc., de mayor o menor impacto social-
A partir de esta idea es fácil convencer a cualquier ideólogo radicado –aquel que entiende su ideología, de forma ciega, como única y absoluta- de la necedad de su pensamiento. Si en el siglo XV, la verdad absoluta y endémica era la inquisistorial ¿es absoluta y lícita la inquisición?. El triunfo del liberalismo ilustrado del siglo XVIII se entendía como absoluto, “proclamado por la innegabilidad de la razón”, y sin embargo ¿hoy sigue considerándose, tal cual, como cierto y únicamente lícito?. El propio Imperio Romano, verdugo del cristianismo (si es verdad que no por motivos religiosos, aunque en una visión práctica nos sea indiferente), considerándolo aberrante, cambió de moneda en el año 313 de la era cristiana (con el Edicto de Milán) – con el emperador Constantino- y el cristianismo se convirtió en la única verdad absoluta del Imperio. ¿Es que sólo era verdad absoluta si así lo afirmaba Constantino?. Es evidente que no.
En cada época la ideología individual se ha visto limitada por el contexto social del momento, y las distintas corrientes se han entendido como “perfectas”. Actualmente, afirmar que la ideología de cada uno es justificable a ultranza como cierta, es ultrajante, y de cualquier modo, propio del ignaro.
En definitiva el hombre puede, esto si, plantear una ideología que “cree” como correcta. Esto es, debe buscar la forma máxima que alcance de progreso para ayudar a la perfección de la verdad ideológica. Puede, y debe, discriminar lo que considere intolerable y será el propio tiempo y el propio hombre venidero el que margine y segregue esas discriminaciones.
Así, el hombre, en definitiva, “intenta” acercarse a la auténtica verdad, pensar como él cree que está más cerca de la realidad ideológica. Se acerca a la corriente político-ideológica existente que más piensa tiende a la verdad perfecta (para poner un ejemplo antagónico, algunos pensarán que determinados comportamientos fascistas tienden a esa verdad, y otros pensarán que el acratismo es el que tiende realmente a esa verdad), pero será el tiempo y la sociedad futura quien lo advierta con su negación histórica. En tanto, el tener la capacidad de no cegarse con una ideología y acoger esencias de otras, contribuye a la reflexión y el progreso.
En definitiva, mientras exista la crítica fundada, podemos considerar que ninguna ideología es verdadera, unas se acercan más a la verdad que las otras y, en cierta medida, ayudan a mejorar la sociedad en relación con las condiciones existentes. Lo acertado es acercarse, lo máxima posible, a esas ideas que llevan a mejorar a la sociedad y que, en consecuencia, se acercan en mayor o menor medida a lo bueno, a lo verdadero, a lo innegable. (ya que, como hemos dicho, aquellas ideologías que creen mejorar la sociedad pero no lo hacen, se alejan de lo verdadero, esto es, se acercan a la reacción).
El hombre que reflexiona a partir de esta premisa, tiende al progreso social, de igual manera, el que no lo hace así y se obstina ante el resto, tiende a la reacción.